Una montaña de tiempo, esa es la imagen.
La noticia me llegó desde un país lejano. Y recuperando antiguas vivencias se me delineó en la memoria la fina pero definitiva sensibilidad de su mano. Ella tuvo la capacidad de hacer visible lo invisible: extrajo de mí una fracción novedosa del amor. Entonces, desde este lado del tiempo, una clandestina quemazón irrumpió en el centro de mi cuerpo: recibí la noticia de su muerte.
Por esos días éramos sol rodando por las veredas; aves de paso por los bares. Éramos Beatles y el Che; viento y pasto fresco; poetas y vagabundos; Abraxas. Noche y día no existían, las horas se convertían en aliento y se evaporaban con las risas. Juegos de la copa, abismos de deseos; canciones desafinadas, secretos tontos; Whitman y Sábato.
Éramos lo que ya no seríamos luego.
Éramos demasiado jóvenes.
Éramos primos.
Tu mano, hija de la brisa.
Sí, Hadadelalba y yo éramos primos de sangre. Durante la infancia nuestras familias se veían con frecuencia y jugábamos lo que los niños juegan. Un día de nuestra niñez mi tío decide irse a vivir a otro país. Por unos años no nos vimos, hasta que volvieron como turistas. Y nuestros juegos cambiaron. Fue ella la que con un beso en la boca lo inició: recostados sobre la escalera en lo alto del edificio observábamos la ciudad nocturna y, con naturalidad, se incorporó y me besó. Así de simple.
Siendo púberes no teníamos conciencia de lo incestuoso, ni siquiera lo pensábamos, solamente una vez tuvimos la oportunidad de encontrarnos desnudos en mi habitación. Mis padres... ausentes por su trabajo. La hora, de mañana. La llegada suya, ansiosa. Fogosidad inexperta, descubrimientos mutuos, conquista del desierto.
Al momento de la desnudez apurada, los sexos fueron la novedad a buscar. Ambos recostados mirando el techo, tímidos ante el inicio. Pero algo comenzó con la boca de cada uno sobre el otro y, por primera vez, sentí el cálido anillo de carne que sus labios dibujaron llevando vida a mi intimidad. Luego una torpe unión. Y poco más.
Días después padre decidió el regreso, ella le pidió quedarse un tiempo más. Nadie supo que su intención de quedarse tenía que ver conmigo, solo por mí. Sucedieron días invernales.
Tu mano, vientre del aire.
Su mano. La que un día me demostró que podía sentir el mundo de otra manera.
Hadadelalba lo ejercía naturalmente. Ocurría en los bancos de los parques, a la hora temprana de la oscuridad invernal; ocurría en los cines en horarios de trabajo, con poca gente presenciando las películas. Su mano agitaba mi ostentación de muchacho, como una segunda voz del aire, arrojándome al abismo del placer para derramarme sobre el pasto de los parques o contra el respaldo del asiento de adelante en los cines.
Poco tiempo pasó, hasta que su padre decidió que volviera al país de residencia. Cartas por decenas. Meses abrazado a un pasado fantasma, incompleto. Hasta que una última carta llegó, con la noticia de que me invitaban a pasar un tiempo con ellos en aquel país.
Ella supo tejer los hilos invisibles que sólo la mujer ve.
Tu mano, centro del mundo.
Un verano de mi sur partí hacia el invierno del norte. Bajé del avión atontado y llegó hasta mí en arrebato puro su impetuosidad. Fue un novedoso abrazo.
Los días eran así: mi tío levantándose antes del alba para ir a trabajar y ella entrando a mi habitación para despertarme -jamás comprenderé cómo su madre no notaba el juego erótico-. Su mano me daba los buenos días. Pronto percibía por debajo de las frazadas esa brisa interna creciendo en vértigo implacable hasta expulsar mi aliento. Así eran mis amaneceres, cuarenta días míticos, todas las mañanas del mundo.
Tu mano, mi segunda piel.
Esos fueron nuestros momentos íntimos. Me he sentido algo egoísta, siempre; porque ella me daba placer y yo no podía retribuírselo. Las mañanas fueron lo más bello de mi estadía allí, de fascinación única e irrepetible. Pero el derrumbe fue tan repentino como previsible: mi tío se enteró. Y de las pestañas me llevó al aeropuerto para mi regreso.
Hadadelalba era menuda, de cuerpo nutrido pero no obeso, apetecible por donde se la mirara. Melena ondulada, de un negro casi azul. Con una personalidad como de arroyo cristalino a veces; y otras de tormenta tropical. Sonrisa penetrante y manos de belleza superior.
Lo último que vi de ella desde la escalinata del avión fue su brazo en alto, de lejano adiós. Con la brisa en su mano.
A esa edad nos sentimos inmortales, sólo existe el presente. De eso habla una canción en apariencia simple pero de una profundidad filosófica que asombra cuando nos enteramos que su autor tenía sólo dieciocho años cuando la creó. Publico su letra para quienes no entienden nuestro idioma.
“Presente”, por Vox Dei
Autor: Ricardo Soulé
Todo concluye al fin nada puede escapar
todo tiene un final todo termina
tengo que comprender no es eterna la vida
el llanto en la risa allí termina.
Creía que el amor no tenía medida
o dejas de querer tal vez otra mujer.
Y olvidé aquello que una vez pensaba que nunca acabaría nunca
acabaría
pero sin embargo terminó.
Todo me demuestra que al final de cuentas termino cada día
empiezo cada día
creyendo en mañana fracaso hoy.
No puedo yo entender si es así la verdad
de que vale ganar si después perderé
inútil es pelear no puedo detenerlo
lo que hoy empecé no será eterno.
Creía que el amor no tenía medida
o dejas de querer, tal vez otra mujer.
Olvidé aquello que una vez pensaba que nunca acabaría nunca
acabaría
pero sin embargo terminó.
Todo me demuestra que al final de cuentas termino cada día
empiezo cada día
creyendo en mañana fracaso hoy.
Cuanta verdad hay en vivir
solamente el momento en que estás
Sí el presente... el presente y nada más.
…
GRACIAS POR LEER