Aquella noche en la que te dije que amo el
otoño de esta ciudad se gestó en vos la decisión de regalarme uno, a tu manera.
Fue así como en lo más profundo de mis ojos
provocaste el primer relámpago de desvelo, desde tu escote en ocres de sol, desde
el follaje vacilante que allí apremiaba la primera caída, provocada por tus
manos al correr un bretel y luego el otro por el borde de esos hombros tuyos,
como parques.
Así se deslizó la primera hoja, en gesto de reina. Cayó
para que se animen las demás, en ese punto de la habitación coordenada de mis
ojos, donde con suavidad mitológica se deslizó tu vestido y llegó al suelo para
preparar el espacio que ocuparían las hojas siguientes. Allí se concentró en
una fracción todo mi tiempo vivido al deslizarse la prenda a la velocidad justa
como para elevar mi temperatura otoñal. Y esperé más hojas por caer, porque la
caída de todas ellas me despojaría de las dudas sobre el amor y la vida.
Desde mi quietud observé
el desarrollo de tu desnudo, lento, lánguido, el que me prometiste a pesar de
tu timidez, el que cumplías a pesar de tus temores. En mi piel se abrieron
poros negados al ver la escena que creabas, mis ojos potenciaron su visión, mis
manos volvieron a nutrir fogatas y me proyecté por el tiempo en forma inversa,
repleto de vestigios de masculinidad pura.
Tus manos acopiadoras de vientos amasaban un
prodigio, y en su misión de provocar temblores arremetían contra la penúltima
hoja. De ser cierto que existe eso llamado amanecer, entonces fue depositado en esas manos tuyas, que es donde nacen todas las cosas. Manos que allí y entonces se
arremolinaban por los arrabales de tus pechos y sombreaban deseos sobre las
curvas de mi destino. No era sólo el desnudo de tu cuerpo, era también el de
tus ganas.
Cuando el eco crepuscular de un tango se te
convirtió en jadeo para trotarme en la rea ternura de una ofrenda, desde un
distraído silencio la penúltima hoja cayó en pirueta junto a tus pies. ¿Cómo
escuchar la melodía muda de tu savia si yo sé que, en tus rincones, ha quedado
depositado el silencio maestro del universo previo a este universo próximo a
mí, heredero de todas aquellas cosas creadas para germinar -bajo la piel de un
hombre- el único impulso posible que es el deseo definitivo por las formas de
una mujer? De esa mujer que ahí eras vos. De este hombre que era yo al mirarte.
No percibo en el otoño la decadencia que los
poetas tejen en versos con hilos de amargura; frente al árbol casi sin hojas se
intuye la magia de lo latente. Como aquello también latente que dejaste en mis
rincones con sabor a mañana siendo ancestral.
Goteaban los almendros fugados del verano tu
melífero empeño. Sentí, con versos atorados en mi boca, el punzar de una
flecha. Con hambre fatal en los brazos, clandestino y bravo en afanes, este
instinto mío se desbocó en galope interno cuando el ángel renegado de tu rutina
dejó caer la última prenda que descifraría, al fin, mi futuro. Anhelo deshojado
para siempre, pesadumbre del pasado para nunca.
Y el otoño me remite a lugares interiores cálidos: un café, música, una ventana hacia el amarillo de los árboles. El tango contiene todos los sentimientos de la vida social y, al escucharlo sin letra, aporta su cuota de calidez.
“Tema
otoñal”
Autor:
Enrique Francini
Interpreta:
Atilio Stampone y orquesta